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sábado, 11 de junio de 2011

VERSION PAMPEANA DE FLORES DE SEPTIEMBRE

A VECES SOBRE UN CUENTO SE ESCRIBE MAS DE UNA VERSIÓN. EN ESTE CASO, UNA ESCRITURA "PAMPEANA" DE "FLORES DE SEPTIEMBRE". EL RELATO ORIGINAL (NO ES ESTA VERSIÓN) FUE PUBLICADO EN EL LIBRO "LA RUTA DE LOS DINOSAURIOS Y OTROS RELATOS" ESTA VERSIÓN QUE PRESENTO AQUI ESTABA INÉDITA.


Flores de Septiembre

Durante mis últimas vacaciones, cómodamente instalada en un pueblo bonaerense, mi amable hospedador, me relató esta historia:
-Hace muchos, muchos años vivía en esta región un italiano sesentón, curtido por años de labor bajo el sol, que en estas tierras labra surcos más profundos que el arado. Se dedicaba por completo a su ganado, que era su satisfacción y su riqueza. Había llegado a la Argentina sin dinero y con esposa, que no soportó los rigores de un invierno particularmente helado.
Los años pasaron: la hacienda prosperó, las pasturas se multiplicaron hasta el horizonte, y su hijo se hizo hombre ayudando a su padre en las mil y una tareas del campo.
Las diversiones eran escasas en esa época: se iba al pueblo los domingos para ir a la iglesia, y en la semana una vez cada tanto para comprar los productos necesarios: la yerba, el azúcar, algunas herramientas; y por supuesto, para retirar la correspondencia. Y es que nuestro hombre, a pesar del tiempo, no había perdido los lazos con su gente, con su familia. Y los recuerdos venían en la letra tosca del hermano campesino: la familia crecía, los jóvenes se casaban y los viejos se iban muriendo.
No sé muy bien cuándo, pero en algún momento Don Luca –vamos a llamarlo así, entre nosotros, aunque ese no sea su nombre real- empezó a sentirse muy pobre y poco satisfecho con sus posesiones. No con la hacienda, con la huerta familiar o el ganado bien cuidado por los perros, sino con su escasa descendencia y con la casa enorme casi deshabitada, silenciosa, sin mujer ni risas infantiles.



No extrañaba mucho a su primera esposa. No la había conocido bien antes de casarse, y en los primeros años de matrimonio el trabajo había sido muy duro. -Así son las flores de septiembre en la montaña -pensó cuando ella hubo muerto – florecen y se extinguen sin que uno se dé cuenta.
¿Existió ella? ¿Existía él? Sólo un hijo estaba en el mundo como prueba de que la carne había sido joven, los cuerpos fecundos... sólo una vida entre el féretro y la inmortalidad.
Y la idea, la idea que nació entonces en la plateada cabeza de Don Luca fue tan increíble que no pudo comentarla con Carlos, su hijo, hasta varios meses después, cuando llegó la ansiada respuesta de su hermano: la novia iba en camino: Anina –si convenimos en llamarla así- cuyos veintidós años completos habían transcurrido en un pueblito al pie de las Dolomitas, allí donde el torrente Cismón baja encajonado en estrechos valles, por eso llamados “canales”. Una floresta de alerces amarillos en septiembre, de abedules de oro, prados llenos de flores y de pájaros que cantan quedamente, como temiendo quebrar la claridad del día.
Don Luca no podía dejar la estancia para ir a buscar a Anina al puerto de Buenos Aires. Esperar que ella llegara sola –tan joven, sin conocer a nadie ni hablar el idioma- era también impensable.
Por supuesto, fue Carlos el encargado de ir a buscar a la novia a la capital. La reconoció en cuanto la vio, igual a la foto color sepia y tan ingenua con ese vestido floreado pasado de moda y las trenzas castañas de pueblerina, en medio de las otras mujeres iguales y a la vez diferente de todas las demás. Carlos tenía veintitrés años y se sintió más avergonzado que ella al presentarse. Los dos balbuceaban y bajaban los ojos sin saber qué decirse.
La boda fue un trámite, y desde un principio, los esposos no se entendieron bien. Ella quería bailar, comprarse vestidos, bajar al pueblo para mostrar su sombrero nuevo. Él quería verla cocinando, zurciendo medias y alimentando a las gallinas. Ella dormía hasta tarde, él despertaba al clarear el día. Ella se reía, la iglesia le resultaba indiferente y los vecinos la aburrían. Pero le gustaba ver a Carlos domar a los caballos nuevos, traídos del campo por los peones y llevarle el mate –esa infusión verde a la que terminó por aficionarse sólo por posar sus labios donde habían estado los de él- en fin, se supo enamorada y condenada también a una vida larga y hastiante al lado de un hombre viejo sí, pero fuerte como un roble y decidido a vivir mil años más.
Carlos la evitaba al principio, sentía culpa hasta por mirarla. Una sensación que le quemaba muy adentro, le decía que Anina no iba a rechazarlo. ¿Irse o quedarse? Don Luca acabó con la duda al enviarlo a la Capital para realizar unos trámites impostergables. Estuvo afuera dos semanas, en las que pensó mucho en Anina, en él y en su padre. Se decidió a ser fuerte y olvidar esas trenzas de seda; a frecuentar a cierta vecina nada fea y ya en edad de casarse, en conclusión, se llenó de buenas intenciones y altos pensamientos.


Anina también tomó resoluciones: se acusó de estúpida y frívola. Ya era toda una mujer casada: debía respetar a su esposo, cuidarlo y darle hijos, y dejarse de soñar con príncipes azules, por más que tuvieran hermosos ojos negros, tan imposibles para ella como un viaje a la Luna.
El día en que Carlos volvió de la ciudad, don Luca estaba afuera, por supuesto. Carlos dejó la valija al lado de la puerta y buscó la mirada de Anina, como para probarse que podía resistir la tortura que era verla y no pensar en besarla. Ella también lo miró, segura de mantenerse firme ante esa tentación tan cercana como deseada.
Pasaron a la cocina. Le sirvió el almuerzo y se quedó de pie, como arreglando las ollas y nerviosa sin motivo. No sabía adónde poner las manos, le temblaban sin poderlo evitar. Él comía, silencioso y aparentemente tranquilo. Cuando terminó se levantó para ir al campo, y volvieron a cruzarse las miradas ahora menos decididas que antes.
Anina lo retuvo con un gesto. Una hoja, o una brizna de pasto en la camisa, cerca del hombro. Ella no tenía intención de acariciarlo, pero esto fue lo que pasó: la mano se demoró primero sobre el cuello, luego bajó por una clavícula hacia el pecho, para terminar a la altura del corazón de Carlos que latía descontrolado.
Ahora, vamos a cubrir con un manto de brumas el Amor de los amantes, porque no es sórdido ni puede culparse a quienes sucumben ante él: la Juventud, la Belleza, la Gracia los bendicen, aunque no así el Tiempo.
Pasó un año. –Debe haber habido días de sol y otros de lluvia –pensaba ella. –Seguramente las vacas ya parieron y el ombú se llenó de frutos. Los nidos de los colibríes se vaciaron de pichones y se preparan de nuevo para recibir los dos huevos rosados que pone la hembra solitaria. La leche se convirtió en el queso que se guarda en las bodegas, lejos de la luz. Lo sé porque debe ser así, siempre fue así. Pero mi mente está lejos de todo esto y ve pasar las cosas como un reflejo descolorido en un espejo viejo. Hay sombras que van y vienen, las tareas de la casa, las noticias del pueblo. Solamente brillamos él y yo, al estar juntos. No puedo verme más que en sus ojos.
-Aunque quiera dejarla, - meditaba él- si hoy se fuera la seguiría hasta el fin del mundo. No me importa nada cuando estoy con ella, no me importa ser ruin, ni me avergüenzo de amarla con locura porque fuimos hechos el uno para el otro. Toda la eternidad en el Infierno es un precio muy bajo si puedo tenerla en esta vida.
-Tengo miedo, –se decían ambos- miedo de perderte, de que ya no me quieras y que en tus ojos no lea lo que está escrito ahora. Que me hagas pedazos con tu rechazo, que astilles mi corazón con palabras de desprecio. Cualquier tortura es preferible a esa. Prefiero que tu mano me clave un cuchillo en este pecho, no hay suplicio mayor que tu abandono. Ah, que no encuentre en tu mirada indiferencia o en tus besos lejanía. No puedo resistirlo.
Y cada vez eran menos cuidadosos, como si quisieran ser descubiertos. Don Luca parecía ciego, sordo, mudo. La situación hubiera continuado así durante años, pero pronto iba a pasar algo que sacudiría todo en esa vida de ocultamientos, porque en algunos meses Anina va a dar a luz un varón.
Carlitos ya tiene tres años. Es travieso, terco, imposible de controlar. Todo lo toca, le encanta correr a las gallinas, molestar a los chivos, zarandear el manzano. Anina lo adora, ni qué decir de don Luca. Carlos siente por Carlitos una ternura sin igual, que le rebasa el pecho y tiene que contenerse para no comerlo a besos y no llamarlo: hijo de mi vida, el mejor regalo de mi amor, bendición de toda mi existencia. No puede estar maldito por Dios este amor si me dio a este hijo que viene a redimirnos y a unirnos más que nunca.
Una noche, don Luca sorprende en su hijo mayor un no sé qué que lo perturba. Un roce, cierta mirada, el tono de la voz. Está hablando con Carlitos y lo mira orgulloso, como si... Algunas cosas que antes intuía, van alineándose frente a él, les pasa revista: “Mi hijo” –dice siempre Anina, no “nuestro hijo”. Carlos no frecuenta a ninguna mujer, prefiere quedarse en la hacienda cuando él baja al pueblo. Ella cose las camisas de él amorosamente, las retiene y aprieta entre las manos. Ambos salen a mirar las estrellas desde la galería y se quedan hablando muy bajo, aunque sin tocarse. En la ronda del mate, Anina se lo sirve a don Luca siempre frío y amargo.
Decide vigilarlos, aunque ya sabe la respuesta. Los detalles eran demasiado elocuentes como para que una prueba directa pudiera modificarlos.
El pueblo entero está pasmado. Aquí hay pocas noticias y hoy los chismosos están de parabienes. Nadie sabe bien qué pasó, cómo fue que Carlos, que hasta ayer estaba lleno de vida y se paseaba entre las cortaderas, con las manos en los bolsillos y silbando una tonada, mientras saludaba a los peones, a cada uno por su nombre, hoy está tendido en un cajón, con los ojos cerrados y las manos sobre el pecho.
Padre e hijo trabajaban en el estudio esa tarde. Estaban solos. Parece que Carlos había tomado. Después insistió en limpiar una escopeta que se guardaba en un arcón y que servía para ahuyentar zorros, pumas y a algún ladrón de gallinas. Don Luca estaba de espaldas, controlando un libro de cuentas, cuando sonó el disparo. No pudo hacer nada: la bala le había dejado un orificio redondo y negro en la frente.
Esas escopetas viejas no son confiables. A veces, un descuido al manipularlas puede causar una desgracia. –Qué pena, un hombre tan joven, morir tan tontamente, con un balazo limpio entre los ojos negros.
Si un año pudiera convertirse en un segundo –sólo si quisiéramos convenir esa afirmación por supuesto disparatada- entonces permítanme también borrar de un manotazo horas, días y hasta meses arrancando de cuajo las hojas del calendario. Ya pasaron veinte años: hace ocho que Anina es viuda y debe cuidar sus intereses y los de Carlitos como dueña de la estancia. Los últimos cinco años fueron de una enorme prosperidad para la región: la demanda de carnes, leche y queso aumentó, las exportaciones de cuero dejan grandes ganancias y las abundantes lluvias favorecieron las pasturas, en las que pacen más terneros que nunca.
Anina recibe una propuesta para asociarse con dos estancias vecinas: entre las tres podrían manejar la producción de toda la región, y beneficiarse aún más de esta época de “vacas gordas”.
Su capataz, un hombre de entera confianza, siempre se lo aconseja. Ella sabe que por la honradez y voluntad de Raimundo, el ganado salió adelante durante la sequía, y hace unos años, cuando el frío y el granizo quemaron el pasto por completo. Anina lo considera un amigo fiel y escucha con atención sus sugerencias, ya que generalmente tiene razón en todo.
Carlitos no se interesaba en los negocios de la familia. Si recorriéramos las fotos de un imaginario álbum de familia, encontraríamos cierto leiv motiv que se repite: Carlitos saltando entre dos grandes piedras, trepando un barranco, conduciendo un auto riesgosamente entre dos curvas, bebiendo hasta el vómito y jugando hasta el desvarío. Cuando baja a la ciudad gasta fortunas: alcohol, juego, mujeres. Derrocha el dinero, le gustan las cosas caras, los autos, los mejores trajes, las prostitutas. Y también en la hacienda se comenta que dos o tres hijos guachos tienen sus ojos particularmente negros. A Anina le llegan comentarios, y ciega de amor, lo justifica: Es joven, es atractivo, también a su edad su padre me volvía loca de amor y de deseo.
Raimundo, en cambio, no tiene vendas en los ojos: Es un muchacho salvaje, dañino. Sedujo a las que pudo, violó a las otras. Es haragán, taimado, le complace herir a los otros, en especial a las criaturas indefensas. Vio crecer la maldad en él desde chiquito, le gustaba matar pájaros, destruir los nidos, apedrear a los cachorros. Y su mirada era maligna, los otros chicos se apartaban de él, las nenas lo evitaban. De grande, se hizo peor: era borracho, pendenciero, atropellaba el ganado con sus costosos autos, no respetaba ni a su madre. A ella le robaba, le mentía. Cuando venía a verla desde la ciudad, donde decía estudiar –aunque Raimundo sabía que no, que su escuela era el casino y sus profesores los compañeros de juerga- siempre le pedía dinero, a veces con la excusa de los libros, de los materiales. Y si ella no se lo daba, le robaba cosas, una vez un reloj, otra una joya.
Raimundo no tolera cenar con la patrona cuando Carlitos está en la casa. Siempre tiene que presenciar su ruindad, su vileza, y aún peor, la mirada de la madre amorosa, pendiente de sus menores deseos. Anina, siempre tal cabal e inteligente se ve reducida a una hembra complaciente, un pedazo de carne cálido y maternal que exclama: Mi nene, mi chiquito, mi bebé querido, razón de toda mi existencia.
Esa noche, hablaban de la posible sociedad entre estancias. Anina escucha atenta y asiente cada tanto. Está feliz: los negocios funcionan, el hijo está en casa. Carlitos se mantiene fuera de la conversación, aburrido, hasta que una idea empieza a filtrarse por su mente, mareada de alcohol. Si las estancias se fusionan, habrá un contador a cargo, las cuentas serán inspeccionadas una y otra vez, el dinero no podrá deslizarse tan libremente como hasta ahora. Pondrán revisores, controlarán todo. La madre ya no será un río de oro, una chequera abierta. Tendrá que pedirle a otros, rogarle a empleados, a subalternos. No le conviene, no, la sociedad no pude realizarse.
-No estoy de acuerdo en esto, madre.
Anina lo mira, sorprendida: -Nunca te interesaron los negocios, Carlitos.
-Si algún día esta tierra va a ser mía, tal vez sea momento de interesarme. Quizás sería mejor que aprendiera a manejarla. Siempre dijiste que querías viajar ¿Por qué no dejarla en mis manos, entonces?
Raimundo mira a Anina. Ella está gratamente asombrada, orgullosa y conmovida por la propuesta ¡Al fin, al fin su hijo muestra interés por los bienes familiares! ¡Cuánto tiempo esperó, cuánto, por oír esas palabras, por ver que el muchacho sienta cabeza y se propone manejar con mano firme la estancia! No es que Raimundo sea mal administrador, no, pero es mejor que el joven amo vea la marcha del ganado y los terrenos. Y ella es sólo una mujer, ignorante en muchas cosas, torpe en otras. No ve la hora de levantar a sus nietos, sentarse a tejer con la nuera, ver como el hijo vuelve del campo luego de un día de trabajo, como volvía Carlos, saludando a cada peón por su nombre.
Raimundo en cambio, ve la ambición, la hipocresía. Los ojos de Carlitos brillan de codicia, su voz tiene un timbre agudo, de falsedad y su cara una mueca de avidez que la deforma.
Era costumbre que en esa época los amos comieran con el capataz. Y era costumbre también que el capataz llevara un revolver siempre cargado: nunca se sabe cuando un ladrón va a entrar a robar ganado. A veces el hombre desprevenido puede encontrarse con un puma o con un perro cimarrón en el campo. O puede tener que sacrificar a un animal agonizante.
Anina sólo pudo ver cómo Raimundo sacaba el arma y sin apuntar disparaba una, dos veces. Luego salió, montó la yegua alazana y fue a entregarse al comisario.
Esta tarde fui a conocer la casa donde Anina vivió muchísimos años más, hasta su muerte. Dicen que se volvió loca y que trató de expiar su culpa volcándose a la religión. Los vecinos la desahuciaron, los trabajadores abandonaron la finca, el ganado se asilvestró y las glicinas se marchitaron. Nadie quería entrar en la casa maldita ni hablar con esa mujer condenada por el oscuro secreto que guardó hasta el fin de sus días. Dicen que ella se sentaba en la galería de la casa abandonada, casi en ruinas y miraba hacia el aljibe –ahora tapado por malezas- y sonreía, sí, sonreía durante largas horas. Quisiera pensar que recordaba aquellos tiempos de exquisita felicidad, de maravillosa plenitud.
Así son las flores de septiembre, en la montaña: se abren al sol, relucen y súbitamente, se apagan.

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