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miércoles, 15 de junio de 2011

RELATO "LA RATA", GANADOR DEL 3ER PREMIO CONCURSO SANTA CLARA DEL MAR


La rata

-Voy al almacén – le dije a Raúl, poniéndome el abrigo – esta noche quiero hacerte esas tortitas con azúcar que tanto te gustan.
-No te tardes, mi amor – me respondió desde el balcón terraza, donde estaba regando las azaleas. Siempre tuvo mano para las plantas y los animales, tal vez sea por eso que Yoli, nuestra perra, lo quiere tanto, mientras que a mí prácticamente me ignora.
La encontré hace seis meses en la vereda del edificio, donde había ido a parar después que un motociclista descuidado le pisó la patita. Estaba llena de barro y gemía tanto que me dio pena y decidí adoptarla. A duras penas la arrastré al departamento. De inmediato me arrepentí, porque empezó a llorar más fuerte aún, como si yo la estuviera apaleando en vez de querer curarla. Hacía tanto ruido que temí que vinieran los vecinos a quejarse, pero el que llegó fue Raúl, que la lavó y le vendó la pata con tanto cuidado que en una semana estaba como nueva, aunque en los días húmedos cojea un poco.
Enseguida Yoli le tomó un gran cariño a mi marido. No come más que de su mano, llora cuando él se va a la oficina y da grandes saltos cuando vuelve a casa por las tardes. Yoli se ha convertido en un integrante más de la familia, como lo son los pájaros que vienen a comer en el balcón terraza cuando Raúl les deja semillas y frutos secos sobre la mesita de hierro forjado.
El supo convertir mi departamento blanco e impersonal en un ambiente amable y acogedor. Cuando vivía sola, comía en la pizzería de enfrente para no ensuciar los platos y muchas veces me ponía la ropa sin planchar porque nunca fui buena para las tareas domésticas. Ahora tengo suerte, porque Raúl no sólo sabe cocinar muy bien sino que también le agrada limpiar y ordenar la casa y tener todo reluciendo.
La ropa la lleva él mismo al lavadero automático que hay a la vuelta de la esquina, frente al mercadito, y le gusta plancharla las tardes lluviosas, cuando no sale a correr por el barrio junto a Yoli.
A mi esposo siempre le gustó correr y hacer deportes, todo lo contrario que a mí. Yo podría quedarme horas tirada en la cama, leyendo o mirando la tele, pero él se va al club y practica tenis y natación. El verano pasado me convenció para que tomara unas clases de baile, pero las abandoné a la segunda semana. Siempre quiere que siga estudiando, o tome cursos de arte, costura o cualquier cosa. Ya le he dicho que no soy tan hábil como él, y que prefiero quedarme en casa, pero no puede creer que me agrade más mirar las telenovelas que “pasar la tarde sanamente” como él llama a sus sábados por la tarde en el club.
Por supuesto, tiene muchos amigos: todos sus compañeros, e incluso los jefes, lo aprecian y ya tuvo dos ascensos en la oficina desde que nos casamos, hace un año y medio. Entonces él vivía solo en una hermosa casita en Caseros, con un precioso jardín y cortinas celestes; pero lo convencí para que se mudara conmigo al departamento en el centro, mucho más cerca de su trabajo. Al principio pensé que se iba a sentir como un sapo de otro pozo en la ciudad, pero por el contrario, en poco tiempo se hizo porteño como el que más, y tan conocedor de calles y transportes que cuando una de nuestras vecinas tiene que ir a un lugar que no conoce viene a preguntarle qué colectivo o línea de subte tiene que tomar.
Es mentira que en Capital los vecinos ni se conocen: en nuestro edificio todos saludan y se saben hasta la fecha de cumpleaños de Raúl, aunque la mayoría no recuerda mi cara ni mi nombre.
¡Y qué bien duerme por las noches! Su respiración es pausada y tranquila, tan absolutamente carente de sueños y de pesadillas como la de una criatura recién nacida. Algunas noches me despierto, bañada en sudor, después de una de esas horribles visiones que estremecen mi sangre, y me lo quedo mirando largo rato, su cara siempre perfectamente afeitada, iluminada por la tenue Luna que entra por la ventana. Duerme como un tronco, si colocara mis manos en su cuello y apretara con fuerza, no sé si despertaría.
A veces yo no duermo en horas y me levanto cansada y ojerosa, pero él siempre está radiante aunque se haya acostado tarde. Como cuando se enfermó mamá y él la veló durante una larga noche hasta que murió al amanecer, con una sonrisa en los labios, mirándolo. Al final sólo quería verlo a él y que ningún otro le sostuviera la mano, frágil y consumida por la enfermedad.
Raúl perdió a sus padres de chico y tomó a los míos como propios. Ayudó a mi hermano a instalar su negocio y a mi hermana a salir de ciertos problemas con un grupito medio nefasto en el que estaba metida. Por supuesto, todos lo adoran. Al día siguiente de conocerlo, mi madre vino al departamento (nunca lo hacía, no le agradaba que yo me hubiera mostrado tan independiente o tan desagradecida de irme a vivir sola) y me preguntó, mirándome a los ojos como si en mí hubiera “algo” que nunca había advertido:
-¿Cómo hiciste para que se fijara en vos?
Y prácticamente lo mismo me preguntó Daniela, mi hermana, cuando anunciamos la boda. Todos pensaron que yo estaba embarazada, pues otra razón no podía haber para que “EL” se casara con este patito feo. En la recepción, después de la boda por Iglesia, todas las chicas (y había decenas, ninguna de ellas amiga mía) me felicitaban por haber podido pescar un ejemplar tan por encima de mis mejores sueños.
- No lo dejes ir – me decían – VOS nunca podrías conseguir otro como él…
- Ahora vas a tener que cuidarlo mucho, porque es tan divino que todas las mujeres…
La luna de miel la pasamos en Bariloche, en una soñada cabaña junto al lago. Raúl se ocupó de que todo fuera perfecto y que yo no tuviera que mover ni un dedo, y desde entonces él se hizo cargo de mi vida.
Cuando regresamos trajo al departamento algunos muebles, exquisitos y carísimos, que no pegaban con mis vejestorios de segunda mano; fue natural entonces que redecorara los ambientes a su gusto, por otra parte excelente.
Los pocos amigos míos que vinieron a vernos elogiaron tanto el cambio que decidí ya no volver a invitarlos, porque era obvio que habían caído bajo la fascinación de mi esposo.
Varias vecinas, que siempre me habían ignorado, trataron de hacerse mis amigas, pero las corté de mala manera. Mi hermana me dijo que estaba celosa, hasta Raúl lo pensó. Pero no es así: estoy tan convencida de que Raúl me es fiel como de que no lo amo.
Al ir a buscar la bolsa de las compras, antes de salir al pasillo, me choco con Yoli. Soy tan “nadie” para ella que ni siquiera quiere correrse cuando paso. No puedo contenerme y le pego una patada en el costado que la hace aullar de dolor. Por suerte Raúl no la oye, en el balcón, junto al ruido de la calle.
El almacencito de Doña Amelia queda al lado del edificio. Ahí van a comprar todas las viejas chismosas y uno se entera de algunos datos, como que las dos chicas del “3ero D” atienden caballeros de 17 a 24 hs y publican en diario, o de las virtudes curativas del Aloe vera. En general no escucho esas conversaciones, fastidiada porque me estoy perdiendo la telenovela de las cuatro, pero hace dos días oí algo que Doña Rosa, la portera de mi edificio, le decía a Doña Amelia:
-Tuve que sacarle la caja de las manos, tuve. La nena más menorcita estaba por comerse el veneno en polvo para ratas, ese que usted me vendió el otro día, el de la caja verde. Tiene un olor como de azúcar impalpable. ¡La de coscorrones que la di a la Pili por no cuidar a su hermanita!
Las dos últimas noches no pude dormir bien. Será por lo de que hay ratas en el edificio. Raúl me dice que no me preocupe, que Yoli nos mantendrá a salvo de esos animalejos.
Mi esposo me debe estar esperando; siempre se preocupa cuando salgo porque sabe lo distraída que soy, pero a veces exagera y sospecho que me considera estúpida. Nunca lo da a entender, por supuesto, es demasiado caballero para eso. Como con mis tortitas de azúcar, que siempre alaba delante de todo el mundo e insiste en que yo haga. Creo que lo hace para agradarme, como cuando un adulto mira el garabato de una nena de 4 años y exclama –“¡Qué hermosura!”
Pero esta noche, tras la deliciosa cena que Raúl va a preparar, voy a servirle esas tortitas que él llama su “perdición” y voy a esmerarme en que tengan una doble capa de azúcar impalpable, como a él le gustan tanto.
Doña Amelia, pasando un trapo muy sucio por el sucio mostrador me pregunta:
- ¿Y usté qué va a llevar?
- Déme veneno para ratas, ese de la caja verde.
- ¿Usté también tiene alimañas en el departamento?
- Sí. Una muy grande, Doña Amelia. Mejor déme dos cajas.


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