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viernes, 17 de junio de 2011

ENSAYO SOBRE MINERIA: INTRODUCCION

ESTA INTRODUCCION FUE PUBLICADA COMO UN RELATO INDEPENDIENTE EN MI LIBRO "BUMERAN" A4 EDITORES, 2011


A modo de introducción….

Dicen que el “Padre del Agua” vive en este río. Dicen que se enfurece si la codicia del hombre saca más peces de lo necesario, o si arroja desperdicios, afeando la corriente rojiza y arcillosa. Antes, hace cientos de años, los aborígenes que vivían a su vera lo adoraban y le rendían pleitesía. Hay quienes cuentan que realizaban sacrificios de guerreros enemigos, animales salvajes y alimentos para aplacar el hambre del Gran Padre de las Corrientes, el Destructor, el Justiciero.
Pero esos tiempos terminaron: los hermanos indios fueron masacrados y la sangre regó las aguas atrayendo cardúmenes de pirañas. En las orillas se juntaron jotes y jaguares, que aprovecharon la tan cómoda despensa. Así el culto al río se perdió, y comenzó el dominio del blanco.

9 de Febrero de 2009

Esta mañana (la del día de su boda) Ercilia Ramírez despertó temprano. Iba a casarse con Agustín Mamani, de profesión carpintero, buen hombre, trabajador y sólo un poco dado al vicio del juego (dentro de un límite tolerable). La casita humilde donde vivían Ercilia, su madre, su abuela y su hijo de 4 años, fruto de una desventurada relación anterior, había sido construída de a pedazos con algunos ahorros, un plan del gobierno provincial y una parte de la pensión por invalidez de la anciana. El aspecto de la casa correspondía al de la familia: pobre y abandonada. El baño, apenas una letrina, se encontraba en la parte trasera. La joven calentó agua en una olla grande, llenando en la tarea toda la casa con un rancio olor al gas de la garrafa de 10 kilos que era la única fuente de energía para la gente del barrio. A pesar de que Tartagal estaba sobre un enorme yacimiento de petróleo y gas, gran parte de sus habitantes sólo tenían la opción de las garrafas, y hasta estaban contentos porque ya no debían usar leña como sus abuelos.
Se lavó concienzudamente, pensando en Agustín. Lo conocía desde pequeña, y habían ido a la escuela juntos, hasta que él la dejó en sexto grado para ayudar al padre en la carpintería. Ella terminó la primaria y luego consiguió empleo como costurera en un taller textil; el hijo de la “patrona” fue su primer e ingenuo amor. Pero para él no significó lo mismo ni ella ni el resultado de sus amores, un niño moreno y taciturno. A Agustín lo reencontró una tarde de Carnaval, calurosa y poblada de chicharras. Los chicos arrojaban espuma y bombitas de agua desde los techos y terrazas; una le dio en plena cara al muchachote que caminaba con apuro por la calle sin asfaltar hacia el río. Ercilia se rió y al levantar él la cabeza, se reconocieron en un instante mágico. Con los meses la relación creció; y como no es costumbre en estas tierras darle vueltas a las cosas del corazón, decidieron casarse y darle un padre al pequeño Joaquín.
Los zapatos blancos, algo ajustados pero muy vistosos, salieron de su caja de cartón. Al igual que el vestido, se los había prestado una prima segunda, casada hacía poco. Mientras la abuela cebaba unos mates dulces y la madre terminaba de hornear unas empanadas para la fiesta en el salón comunal, Ercilia se secaba el pelo con una toalla que había visto tiempos mejores. Apareció una vecina en la puerta, trayendo una fuente con pollo asado y ensalada rusa, su colaboración al convite. La vecina había sido peluquera, y terminó de arreglar el pelo de la joven con bastante habilidad. Mientras le delineaba los ojos con un firme trazo negro comentó:
-¿Han visto las nubes? En la radio dicen que lleva dos días lloviendo en el cerro y que el nivel del río está subiendo.
Ercilia miró el cielo a través de la pequeña ventana. Se veía algo gris, pero no amenazante. “Hoy no, Dios mío, –rogó - por favor que no llueva hoy” Pensó en la calle de tierra, en sus zapatos blancos y en la casa inundable y precaria. Sus vecinos no vivían mejor, por lo que la lluvia sería una preocupación para todos. “Hoy quiero bailar, reír, gozar, saber que ante todo estoy viva, y hay un mañana por delante” Sin embargo, mientras se ponía los aros de perlas baratas, sintió un estremecimiento, como un aliento helado sobre la piel desnuda.
Ella estaba lista. Mientras esperaba a que el resto de la familia se vistiera, prendió la radio. El locutor local hablaba con un meteorólogo sobre las lluvias en el sur de Bolivia, sobre la sierra de Acambuco, donde nace el río Tartagal. No alcanzó a escuchar el final de la entrevista, porque un ruido extraño, como de tambores lejanos, la sorprendió. “Muy curioso –se dijo – es como si se acercaran muchos caballos galopando
-¡Mami, mami venite! – gritó Joaquín- ¡El río está lleno de barcos!
Lo que vio Ercilia al asomarse por la ventana que miraba al río, no lo olvidaría jamás en su vida: un bosque entero, arrancado de raíz, era arrastrado por el agua enfurecida; los árboles subían y bajaban, se enlazaban y por momentos desaparecían bajo el agua enrojecida como un mar de sangre. Mientras miraba fascinada y sin entender ese desfile de gigantes, comenzó la lluvia.
Las primeras gotas las sintió frías y saladas, sólo después notó que estaba llorando. La lluvia era ahora una densa cortina brumosa detrás de la cual se veía el río.
Sin saber porqué se encontró recordando lo que le había dicho su abuela hacía unos días, cuando las explosiones de prospección de la empresa petrolera hacían temblar las finas paredes de la casilla. La anciana recordaba quizás en voz alta los cuentos de su propia abuela aborigen: “Van a despertar al `Señor del Río`, nos va a castigar a todos por la ambición de algunos”
- ¿De qué habla, abuela?
- ¿No ves, hijita, que los gringos talan el cerro para llevarse la madera y plantan soja y perforan la tierra buscando el petróleo, y no les importa ensuciar y arrancar y destruir todo a su paso? Eso no está bien, el Espíritu que Vive en el Agua puede despertarse y castigarnos a todos.
- ¿Qué espíritu, abuelita? Cuénteme…
- No, m´hija. Hay cosas en el mundo que es mejor no nombrarlas. Cosas de vieja, historias. Mejor dejarlas así.
En eso pensaba la joven mujer mientras cambiaba sus zapatos blancos por zapatillas. Se hacía tarde y ella “debía” llegar a la capilla aunque el cielo se viniera abajo. No obstante, al abrir la puerta, no fue el cielo sino el suelo el que preocupó a la familia: una corriente barrosa llenaba la calle y bajaba a todo vapor hacia la orilla.
- Que la abuela y Joaquín se queden- pidió Ercilia mientras las lágrimas le quemaban la cara – Yo tengo que ir, aunque sea sola.
- No, hija. Yo te acompaño, pero es una locura porque nadie podrá llegar con esta lluvia.
La anciana y el pequeño, vestidos con sus mejores galas, se quedaron en el umbral, mirándolas, mientras el agua comenzaba a entrar a la casilla. Las dos mujeres, tomadas del brazo, avanzaron trabajosamente calle arriba. Aunque se subía la falda del traje de novia hasta casi el muslo, el barro que salpicaban al caminar ya manchaba de rojo la tafeta blanca.
Tardaron 20 minutos en subir las seis cuadras y en varios puntos tuvieron que sostenerse de las paredes porque el suelo se escapaba bajo sus pies arrancado por el aluvión furioso.
El sacerdote las miró alarmado:
-¡Santo Dios! ¡Regresen a su casa de inmediato y prepárense para evacuar! No habrá ninguna boda hoy.
- ¿Y Agustín? ¿No ha llegado?
-¿Entonces, no lo saben? ¿No tienen radio ustedes? – Ercilia pensó que el corazón se le iba a paralizar del espanto:
-¿Qué pasó, Padre? ¿Está lastimado o…?
- No, hija… no tengo noticias de tu novio, pero la radio informó que el puente de arriba fue arrastrado por el agua… El otro lado del río es más bajo, quizás no pueda llegar a cruzar el otro puente a tiempo, es una locura tratar de casarse hoy… vuelvan a su casa, cuando todo se calme, los casaré sin falta.
Volvieron a la calle; el regreso fue más rápido pero más difícil, tratando de no caerse sobre el lodo resbaladizo que ya les llegaba a las rodillas. En el último recodo de la calle, casi a punto de llegar a la casa, la madre se tomó el rostro y señaló horrorizada hacia abajo: a sus pies podían ver todo el río crecido y el puente cercano, de industrial cemento gris. Pero algo sobresalía atrás del puente, como unos brazos metálicos y retorcidos. Ercilia primero pensó en un avión, pero luego entendió: el puente de arriba, arrancado por la corriente, había sido arrojado hasta chocar con el segundo puente; ahora formaban un dique infranqueable para los árboles y el lodo que empezaban a taponarlo. Y algo peor, las barrancas rojas que antes encauzaban al río Tartagal, estaban colapsando. Ante la vista espantada de las dos mujeres, una línea entera de casas se precipitó al río y fue arrastrada y hundida hasta desaparecer.
Corrieron hacia la casa y al entrar el desastre las golpeó en plena cara: todo flotaba, camas, muebles, ropas… todo irreconocible y manchado de mugre lodosa y la abuela sostenía a Joaquín sobre un armario que se bamboleaba de acá para allá.
¿Qué hacer? ¿A dónde ir? ¿Quién podría ayudarlas? Ercilia recordó una escalera de albañil, medio podrida y tirada hace añares en el patio. Allí corrieron y con gran dificultad pudieron levantarla y subirse al techo de chapas. Ni bien lo hicieron la escalera se partió y sus restos se fueron con el agua.
En medio del diluvio, empapadas, casi no podían ver nada pero los ruidos que sentían a sus costados y (lo más preocupante) por debajo de ellas les advertían que quizás la casa mal construída no aguantaría mucho más el embate de la corriente. El niño lloraba quedamente; Ercilia podía ver como se estremecían sus hombros y espalda, aunque las lágrimas se confundieran con la lluvia.
Un fuerte crujido metálico fue la única advertencia antes de que el techo se partiera a la mitad, y ellos quedaran casi colgados de una chapa clavada a la pared que aún resistía. “Ahora sí, pensó Ercilia, vamos a morir y seremos arrastrados al río para que nos coman los peces y los jotes de las orillas” Abrazó a Joaquín, y comenzó a recitar, medio para adentro, medio hacia afuera, “Padre nuestro que estás en los cielos…” pero cuando hubo terminado invocó también a la Pachamama, la Madre Tierra unas veces bondadosa, otras severa.
Cuando abrió los ojos notó que el cielo se estaba aclarando y la lluvia amainaba un poco; ahora que podía ver más lejos le pareció que el paisaje había cambiado totalmente, como barrido por un escobazo. Varias casas vecinas habían caído, pero no se veían los escombros sino que todo había sido llevado hacia el río. Y su casa, antes a unos treinta metros del borde de la barranca, ahora estaba prácticamente en la orilla. Parpadeó aturdida, pensando en la correntada que socavaba con rapidez la base arcillosa y que pronto habría de colapsarla como a un castillo de naipes. ¡Debían bajarse, y rápido, o morirían! Pero, ¿Cómo, cómo, cómo?
Lo inimaginable, lo inesperado ocurrió entonces: una voz desde abajo gritó su nombre. Agustín, aferrado como podía del tronco de un gran árbol todavía en pie a unos veinte metros, le hacía señas con los brazos. Le gritaba lo que acababa de descubrir, que la casa estaba a punto de caer al río, y que no había tiempo para dudas: debían arrojarse desde el techo, y él trataría de atraparlos en brazos y atarlos al árbol hasta que vinieran las patrullas de evacuación, que ya estaban en camino. La madre de Ercilia fue la primera; luego de varios minutos que parecieron interminables, el pequeño Joaquín.
Ercilia quiso que su abuela fuera la siguiente, pero la anciana se negó: “Yo te sigo”, le dijo. Cuando la joven se arrojó y casi se hundió en el suelo fangoso, Agustín la abrazó y la llevó para ponerla a salvo en una rama del árbol. Comenzaba a volverse hacia la casa cuando una gran grieta negra apareció en la pared sobre la que estaba la abuela; en cuestión de segundos la casa se balanceó hacia delante y atrás y luego desapareció tragada por el derrumbe.
Tres horas después llegó la patrulla de Defensa Civil. En el árbol se habían refugiado otros infelices, y los techos de las casas estaban llenos de gente que veía pasar animales, muebles y hasta autos que caían al río. Un par de veces Agustín se bajó para ayudar a gente que perdía el pie y era arrastrada casi hasta ahogarse.
Los llevaron a un centro de evacuados, en el gimnasio de una escuela con el techo agujereado y sin agua ni comida. Pero ellos al menos estaban juntos, no como otras familias que buscaban a padres o hijos, niños que lloraban solos o ancianos abandonados a su suerte con la mirada ausente.
Una mujer muy muy vieja estaba en un colchón junto a Ercilia. Su rostro parecía milenario, surcado de grietas, y las manos de pergamino. Durante la noche, la escuchó hablar sobre el “Padre del Agua”, el espíritu antiguo que vivía en el río. Las explosiones de sondeo petrolero, el desmonte salvaje de los cerros, la agricultura codiciosa y dañina de la soja lo habían despertado de su sueño ancestral.
Por la mañana, Ercilia no encontró a la anciana a su lado. Preguntó por ella pero nadie supo decirle; nadie la había visto, ni siquiera Agustín.
Con el tiempo, se casaron y fueron a vivir a otra ciudad. Ya nunca volvieron a las orillas del Tartagal; donde antes estuvo su casa, el río se adueñó de lo que siempre había sido suyo.










Nota: Los personajes y la historia son ficticias; pero el marco es real. El 9 de febrero de 2009 el río Tartagal en la Provincia de Salta, República Argentina, desbordó desbarrancando cientos de casas y provocando cinco muertos y 2000 evacuados. Las causas fueron las fuertes lluvias, el desmonte río arriba y la expoliación petrolera sin control.

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