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miércoles, 15 de junio de 2011

RELATO "LA CAUSA DE LA GUERRA"

ESTE RELATO ESTA PUBLICADO EN MI LIBRO "LA RUTA DE LOS DINOSAURIOS Y OTROS RELATOS"
Acerca de la guerra

Y sí, una se termina acostumbrando a todo, incluso a la guerra. Como la bruma de otoño, la miopía o los mosquitos, su presencia se hace rutina y lo que antes era noticia se convierte en un episodio más, tan cotidiano que no sorprende ni merece mayores comentarios.
No fue así el primer año. Todos pensaban que la guerra sería rápida y el triunfo aplastante. La gente salía a las calles excitada y ansiosa, esperando las novedades del frente, vivando a los soldados y pidiendo al cielo una victoria decisiva. Todas las conversaciones, los deseos, las oraciones, todos los rumores y las murmuraciones, nadie hablaba de otra cosa que no fuera el inminente desenlace del conflicto. Después los meses convirtieron en años, y las esperanzas se hicieron desencanto.
A veces, las hostilidades se detenían por semanas enteras. Luego, de un día para el otro, las treguas se rompían y los ejércitos volvían a enfrentarse con renovado furor en batallas gigantescas, con miles de muertos.
A muchos de los que no volvieron yo los conocía bien, los llamaba por sus nombres y visitaba a sus mujeres. Eran mis amigos, mis pretendientes, los parientes de mi esposo. Sus ausencias me pesan y entristecen ¡Que tanta belleza, tanta juventud, hayan sido quebrantadas, destruídas, aplastadas por la bota de un vencedor!
Toda la flor de esta generación, lo más espléndido y noble que había en ella, fue aniquilado y borrado de la tierra de un plumazo. En su lugar quedaron sueños deshechos, ojos sin lágrimas y enormes fosos llenos de cadáveres.




Aunque la guerra terminara hoy mismo -y hay quienes dicen que ya no puede durar mucho más- no creo que en diez años pudieran superarse sus secuelas. La industria, paralizada; los campos, sin cultivar; el escaso ganado que queda, desacostumbrado ya a la mano del hombre, y los niños, hijos de un corto permiso y huérfanos de la presencia paterna, criados entre viejos y mujeres y traumatizados por todo el horror de esta guerra sin fin.
Una vez escuché que ciertos acontecimientos despiertan a los pueblos dormidos y sacan de cada persona lo mejor y lo peor que tiene dentro de sí. Si es así, en mi marido sólo surgió lo más ruin. Lleno de pavor y cobardía, le dio la espalda al enemigo para ir a esconderse entre mis faldas, pusilánime miedoso. ¡Cuánta vergüenza sentí entonces! La cara se me caía del bochorno, es especial delante de la esposa de mi cuñado, que se comportó como un verdadero hombre y no deshonró su casa con una indigna deserción.
Entonces, la guerra podía haber terminado y cada hombre regresar a su hogar y a su familia, deponiendo las armas y dejando de lado odios y rencores. Pero quiso el Cielo que no hubiera entendimiento entre los jefes de ambos ejércitos y la lucha prosiguiera, favoreciendo algunos días a uno u otro bando.
Y como si con la guerra no alcanzara, la enfermedad y el hambre están entre nosotros. Aunque al principio pudimos burlar el bloqueo, las provisiones se fueron haciendo escasas con el correr de las semanas al igual que escasos son ahora nuestros aliados.
Por suerte el agua potable no falta, pero la comida está racionada y no sé cuánto tiempo podremos subsistir con lo que queda.
Me pregunta por qué comenzó la guerra. Quizás a estas alturas ya no importa, o fue olvidada la causa o incluso nunca nadie la supo. Yo no estoy muy al tanto de la política pero creo que fue por una vieja rivalidad entre nuestros gobiernos y por envidia hacia la prosperidad económica y comercial de esta ciudad, una de las más ricas y bellas que he conocido.
Algo me preocupa en estos los últimos días, y es que con la ausencia de los hombres las mujeres de aquí, antes tan sumisas, han empezado a chismorrear en voz alta, a reunirse en las esquinas y arrojar su bronca y desesperación contra el primero que pasa.
Las calles ya no son seguras para mí, rica, hermosa y sobre todo, extranjera.
Hasta las esclavas me señalan y murmuran en mi contra. Anoche las oí conversando en la cocina, rencorosas. Ellas decían que soy yo la única culpable de esta guerra ¿Puede creerlo? ¡Se atrevían a acusarme a mí, a Helena, esposa de Paris, “la de hermosa cabellera”!


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