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viernes, 17 de junio de 2011

RELATO: VISION NOCTURNA

ESTE RELATO SE ENCUENTRA PUBLICADO EN MI LIBRO "LA RUTA DE LOS DINOSAURIOS Y OTROS RELATOS" 2009, DMG EDITORES

Visión nocturna

-Doctor, necesito que alguien me crea. Le juro que no estoy loco, y si no hubiera visto lo que vi con mis propios ojos nada en el mundo me convencería de que esta historia es cierta. Pero tiene que creerme, porque no es ninguna broma: le juro que nunca me había pasado antes.
Mi familia cree que perdí la razón o que me dedico a la bebida. El sábado pasado vi los ojos de mi mujer fijos en mí cuando me serví una copita de buen vino tinto para acompañar el asado. Tiene miedo de que me convierta en un alcohólico como su padre, un borracho perdido que veía visiones y habla pavadas, puros delirios.
Yo no soy abstemio, no: un vaso de vino en las comidas, una cerveza cuando estoy con mis amigos, algún licor... pero sé controlarme y además le juro que nunca probé una gota de alcohol en horario de trabajo. La situación no está como para perder un buen empleo por una irresponsabilidad como esa, ¿no le parece?
No, tampoco fumo, no tolero los cigarrillos, ni los comunes ni de los otros. No tengo idea de lo que es la droga, ni quiero conocerla, por supuesto: Tengo una hermosa familia, un trabajo cómodo, mi casita en la costa ¿Para qué necesito la droga?



Podría decir que soy feliz. No tengo grandes ambiciones: sólo poder alimentar a mis hijos, vivir con mi mujer a la que quiero desde que la conocí en una fiesta familiar, hace exactamente catorce años.
Nos casamos al terminar el secundario. Tenemos dos hijos, una nena y un varón. Candela es la luz de mis ojos, y el muchacho, aunque travieso, es mi gran orgullo. Quiere ser jugador de fútbol, por eso lo mando a entrenar con el equipo del club del barrio, y cuando crezca veremos.
Mi trabajo es sencillo y me deja mucho tiempo libre. Soy guardia de seguridad en una joyería del centro. Cubro el turno noche junto a otros dos compañeros. La firma ocupa parte del subsuelo (donde está la cámara de seguridad donde se guardan las alhajas más costosas) y dos pisos del edificio. Como soy el empleado más antiguo y confiable (hace ocho años que trabajo con ellos, ocho años sin una queja de mis jefes) mi tarea es controlar las cámaras de video y ver que mis compañeros no se duerman o dejen de hacer sus recorridos durante la noche.
Mi área es el subsuelo. Allí está la habitación con los monitores de televisión donde ser reciben las señales de las veinte cámaras que vigilan toda la noche los pasillos desiertos, las escaleras de mármol blanco y los salones elegantes donde las mujeres convierten en diamantes las traiciones de sus maridos.
Pero yo no veo damas ricas ni ancianos millonarios: como le dije trabajo por la noche y cuando mi turno termina, a las siete de la mañana, sólo quiero regresar a casa, con mi mujer que me espera con el mate listo y los chicos preparados para ir a la escuela.
Conversamos un rato y luego me acuesto a dormir hasta el almuerzo. Esas pocas horas me alcanzan: nunca fui de mucho dormir, ni siquiera cuando era adolescente. Comemos y por la tarde me dedico al jardín o ayudo a mi cuñado en la tapicería. Siempre me queda un rato para ayudar a los chicos con sus tareas o para llevar a Guille al club.




En todo este tiempo no hemos tenido ningún robo. Los ladrones saben que el sistema de seguridad (las cámaras, las alarmas) es infalible. No llegarían a entrar al edificio y ya la policía estaría sobre ellos. Sólo una vez hubo un incidente con una manifestación que pasaba por la calle, alguien arrojó una piedra y la alarma empezó a sonar, pero esto me lo contaron ya que pasó a las seis de la tarde y yo entro a las once.
Como verá mi trabajo no me desagrada aunque es bastante rutinario. Nos entretenemos con la radio y conversando con los compañeros sobre las noticias del día, aunque luego cada uno tiene que hacer sus recorridos, ellos por los pisos superiores y yo por el subsuelo.
Andrés y Juan respetan mi antigüedad en el trabajo y mi suerte de “jefatura”. Saben que yo controlo que realicen sus caminatas por los pasillos en las horas acordadas, que revisen el funcionamiento de los aparatos de alarma (los sensores, las centrales) y que completen la planilla donde hacemos el informe del turno. Hace cuatro años que nuestra planilla dice invariablemente: “Sin novedad”.
Hace mucho tuvimos problemas con unos murciélagos que nos tenían ocupados con sus falsas alarmas. Una visita del exterminador de plagas y el asunto no volvió a molestarnos.
Le cuento todo esto para que vea que mi trabajo no me produce estrés, no tengo presiones de mis jefes ni conflictos con mis compañeros.
Hasta hace unas semanas todo marchaba a la perfección, pero un día (que me estremezco al recordar) todo cambió. Desde ese instante mi vida no volvió a ser la misma.
Una noche como cualquier otra paseaba mi mirada por el monitor de la cámara blindada cuando vi o creí ver algo que me heló la sangre. Me pareció ver a alguien, a una persona dentro de la habitación. Fue un segundo y después desapareció. Sin embargo, la alarma no había sonado, todo estaba en perfecto orden.
Revisé el monitor pero no había nada, no había señales de intrusos, que de todas formas no hubieran podido esconderse sin que las filmadoras los descubrieran.
Como sea esa noche no me sentí tranquilo y al volver a casa me costó conciliar el sueño. Tres días después volvió a ocurrir. No era totalmente una presencia sino más bien “como una sombra”. La vi con el rabillo del ojo, una mancha que se deslizaba por delante de la pantalla y desaparecía traspasando la pared blindada.
Como estoy sólo en la cabina de mando mis compañeros no vieron nada, pero por las dudas les pregunté por el handy si todo estaba en orden y sin novedad. Se extrañaron de la pregunta, fuera de lo habitual, pero me aseguraron que era una noche tan tranquila como cualquier otra.
Retrocedí la película y busqué el momento en que la aparición había atravesado el cuarto: no había absolutamente nada en la grabación. Comprendí con horror que “lo que fuera” esa cosa no tenía nada de humano ni de corpóreo.
Probablemente había estado siempre allí, inmaterial, fantasmal, pero nunca hasta ese momento había penetrado en mi conciencia.
¿Por qué yo? ¿Por qué ahora? No lo sé, no puedo siquiera imaginarlo. Soy un individuo rutinario, un mediocre. Tal vez por eso el espectro se ha acostumbrado tanto a mí, a mi vigilancia silenciosa de cada noche, que ya no se cuida tanto como antes y ahora se atreve incluso a materializarse y a circular libremente por todo el edificio.
Hace diez días Juan enfermó y con el otro guardia cubrimos su recorrido. Caminaba por un corredor del primer piso cuando un soplo de aire frío, pasando a mi lado, me hizo erizar la espalda y un escalofrío me recorrió de los pies a la cabeza. Me di vuelta y alcancé a ver como la sombra doblaba en el pasillo y desaparecía en una oscuridad de la que parecía formar parte.
Desde ese día la he visto tres veces, cada vez más temeraria. Puede cruzar las paredes y flotar en el aire durante varios minutos. ¿No es para volverse loco?
Cuando ya no pude aguantar tanta presión, le conté todo a mi esposa. Me miró con azorada incredulidad y me rogó que ya no bromeara con ese tipo de cosas. Insistí hasta que salió de la habitación dando un portazo y diciendo que iba en camino de convertirme un borracho o un demente.
En el trabajo no comenté nada: a uno pueden echarlo por eso. No me he atrevido a faltar tampoco: tengo miedo a que no estando yo en el edificio el espectro venga a buscarme a casa, de alguna forma soy su único y exclusivo público. Si ha decidido mostrarse a mí –quizás con alguna intención oculta- no puedo fallarle.
Ayer pude ver su rostro. Estaba sentado en la gran escalera que comunica el hall de entrada con el primer piso. Tras él se transparentaban los escalones de mármol blanco. Pero yo vi – o más bien, “percibí”- un rostro moreno y ceñudo, la mirada impenetrable de un indígena.
Hace algunos años leí que al edificar en algunos lugares de la Capital se encontraron restos de los primitivos habitantes, los querandíes. Algunos fogones, utensilios de piedra y hueso... y también los antiguos cementerios donde practicaban ceremonias y rituales de enterramientos colectivos. Creo recordar que el dueño de la joyería (fallecido hace años) decía que al construirse el edificio las máquinas habían triturado muchos esqueletos blanqueados por el tiempo.
Ya veo que usted tampoco me cree. De nada sirve que me diga que me tranquilice, ni que me ofrezca estas pastillas. Le digo que todo es absolutamente cierto y que me encuentro en mis cabales. No, no deseo acompañar a estos caballeros a ningún otro sitio, por más relajante que sea. Tengo que ir a trabajar esta noche ¿me entiende? Suéltenme, suéltenme, les digo, no estoy loco, no estoy loco, no estoy loco...


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