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jueves, 30 de junio de 2011

RELATO SACRIFICIO... FICCION BASADA EN ACONTECIMIENTOS REALES EN LA PROVINCIA DE SALTA


ESTE RELATO "SACRIFICIO" FORMÓ PARTE ORIGINALMENTE DE MI ENSAYO SOBRE MINERIA, A MODO DE INTRODUCCIÓN, Y SE REFIERE AL DESBORDE TRAGICO DEL RIO TARTAGAL EN SALTA, PERO TAMBIÉN SE PUBLICÓ EN FORMA SEPARADA EN MI LIBRO "BUMERAN" DE 2011

Sacrificio
Dicen que el “Padre del Agua” vive en este río. Dicen que se enfurece si la codicia del hombre saca más peces de lo necesario, o si arroja desperdicios, afeando la corriente rojiza y arcillosa. Antes, hace cientos de años, los hombres que vivían a su vera lo adoraban y le rendían pleitesía. Hay quienes cuentan que realizaban sacrificios de guerreros enemigos, animales salvajes y alimentos para aplacar el hambre del Gran Padre de las Corrientes, el Destructor, el Justiciero. Pero esos tiempos terminaron: los guerreros fueron masacrados y la sangre regó las aguas atrayendo a los cocodrilos. En las orillas se juntaron buitres y chacales, que aprovecharon la tan cómoda despensa. Así el culto al río se perdió, y comenzó el dominio del hombre.
Esta mañana (la del día de su boda) Amboani despertó temprano. Iba a casarse con Tekele, de profesión carpintero, buen hombre y trabajador. La casita humilde donde vivían Amboani, su madre, su abuela y su hijo de 4 años, había sido construída de a pedazos con la ayuda de los vecinos. El aspecto de la casa correspondía al de la familia: pobre y abandonada. El baño, apenas una letrina, se encontraba en la parte trasera. La joven calentó agua en una olla grande, llenando en la tarea toda la casa con un fuerte olor a leña húmeda que era la única fuente de energía para la gente del pueblo, a pesar de estar sobre un enorme yacimiento de petróleo y gas.
Los zapatos verdes, algo ajustados pero muy vistosos, salieron de su caja de cartón. Al igual que el vestido, eran prestados. Mientras la abuela y la madre terminaban de preparar unas tortas (discos de masa poco cocidos) para la fiesta en el salón comunal, Amboani se secaba el pelo con una toalla que había visto tiempos mejores. Apareció una vecina en la puerta, trayendo una fuente con trozos de cerdo asado, su colaboración al convite. Mientras le delineaba los ojos con un firme trazo negro comentó: -¿Han visto las nubes? En la radio dicen que lleva dos días lloviendo en los cerros y que el nivel del río está subiendo.
Amboani miró el cielo a través de la pequeña ventana. Se veía algo gris, pero no amenazante. “Hoy no, –rogó - por favor que no llueva hoy” Pensó en la calle de tierra, en sus zapatos verdes y en la casilla inundable y precaria. “Hoy quiero bailar, reír, gozar, saber que ante todo estoy viva, y hay un mañana por delante” Sin embargo, sintió un estremecimiento, como un aliento helado sobre la piel desnuda.
Ella estaba lista. Mientras esperaba a que el resto de la familia se vistiera, un ruido extraño, como de tambores lejanos, la sorprendió. “Muy curioso –se dijo – es como se acercaran muchos caballos galopando”
- ¡Mami, mami venite! – gritó Lubeni- ¡El río está lleno de barcos!
Lo que vio Amboani al asomarse por la ventana que miraba al río, no lo olvidaría jamás en su vida: un bosque entero, arrancado de raíz, era arrastrado por el agua enfurecida; los árboles subían y bajaban, se enlazaban y por momentos desaparecían bajo el agua enrojecida como un mar de sangre. Mientras miraba fascinada y sin entender ese desfile de gigantes, comenzó la lluvia. Las primeras gotas las sintió frías y saladas, sólo después notó que estaba llorando. La lluvia era ahora una densa cortina brumosa detrás de la cual se veía el río.
Sin saber porqué se encontró recordando lo que le había dicho su abuela hacía unos días, cuando las explosiones de prospección de la empresa petrolera hacían temblar las finas paredes de la casilla. La anciana recordaba quizás en voz alta los cuentos de su propia abuela negra: “Van a despertar al `Señor del Río`, nos va a castigar a todos por la ambición de algunos”
- ¿Qué espíritu es ese, abuelita? Cuénteme…
- No, m´hija. Hay cosas en el mundo que es mejor no nombrarlas. Cosas de vieja, historias. Mejor dejarlas así.
En eso pensaba la joven mujer mientras se sacaba los zapatos: una corriente barrosa llenaba la calle y bajaba a todo vapor hacia la orilla.
- Que la abuela y Lubeni se queden- pidió Amboani mientras las lágrimas le quemaban la cara – Yo tengo que ir, aunque sea sola.
- No, hija. Yo te acompaño, pero es una locura porque nadie podrá llegar con esta lluvia.
La anciana y el pequeño, vestidos con sus mejores galas, se quedaron en el umbral, mirándolas, mientras el agua comenzaba a entrar a la casilla. Las dos mujeres, tomadas del brazo, avanzaron trabajosamente calle arriba. Aunque se subía la falda del traje hasta casi el muslo, el barro que salpicaban al caminar ya manchaba de rojo la tafeta blanca. Tardaron 20 minutos en subir hasta la capilla y en varios puntos tuvieron que detenerse porque el suelo se escapaba bajo sus pies arrancado por el aluvión furioso.
El pastor las miró alarmado:
-¿Entonces, no lo saben? ¿No tienen radio ustedes? – Amboani pensó que el corazón se le iba a paralizar del espanto:
-¿Qué pasó? ¿Tekele Está lastimado o…?
- No, hija… no tengo noticias de tu novio, pero la radio informó que el puente de arriba fue arrastrado por el agua… es una locura tratar de casarse hoy… vuelvan a su casa, cuando todo se calme, los casaré sin falta.
El regreso fue más rápido pero más difícil, tratando de no caerse sobre el lodo resbaladizo que ya les llegaba a las rodillas. En el último recodo de la calle, casi a punto de llegar a la casa, la madre se tomó el rostro y señaló horrorizada hacia abajo: a sus pies podían ver todo el río crecido y el puente cercano, pero algo sobresalía detrás, como unos brazos metálicos y retorcidos. Amboani primero pensó en un avión, pero luego entendió: el puente de arriba, arrancado por la corriente, había sido arrojado hasta chocar con el segundo puente; ahora formaban un dique infranqueable para los árboles y el lodo que empezaban a taponarlo. Y algo peor, las barrancas rojas que antes encauzaban al río estaban colapsando. Ante la vista espantada de las dos mujeres, una línea entera de casas se precipitó al río y fue arrastrada y hundida hasta desaparecer.
Corrieron hacia la casa y al entrar el desastre las golpeó en plena cara: todo flotaba y la abuela sostenía a Lubeni sobre un armario que se bamboleaba de acá para allá.
¿Qué hacer? ¿A dónde ir? ¿Quién podría ayudarlas? Con gran dificultad pudieron levantar una vieja escalera y subirse al techo de madera y paja.
En medio del diluvio casi no podían ver nada pero los ruidos que sentían a sus costados y (lo más preocupante) por debajo de ellas les advertían que quizás la casa mal construída no aguantaría mucho más el embate de la corriente. El niño lloraba quedamente; Amboani podía ver como se estremecían sus hombros y espalda, aunque las lágrimas se confundieran con la lluvia.
Un fuerte crujido fue la única advertencia antes de que el techo se partiera a la mitad, y ellos quedaran casi colgados de una madera clavada a la pared que aún resistía. “Ahora sí, pensó Amboani, vamos a morir y seremos arrastrados al río para que nos coman los peces y los buitres de las orillas” Abrazó a Lubeni, y cerró los ojos… cuando al fin los abrió notó que el cielo se estaba aclarando y la lluvia amainaba un poco; ahora que podía ver más lejos le pareció que el paisaje había cambiado totalmente, como barrido por un escobazo. Varias casas vecinas habían caído, pero no se veían los escombros sino que todo había sido llevado hacia el río. Y su casa, antes a unos treinta metros del borde de la barranca, ahora estaba prácticamente en la orilla. Parpadeó aturdida, pensando en la correntada que socavaba con rapidez la base arcillosa y que pronto habría de colapsarla como a un castillo de naipes.
Lo inimaginable, lo inesperado ocurrió entonces: una voz desde abajo gritó su nombre. Tekele, aferrado como podía del tronco de un gran árbol todavía en pie le hacía señas con los brazos. Le gritaba lo que acababa de descubrir, que la casa estaba a punto de caer al río, y que debían arrojarse desde el techo, y él trataría de atraparlos en sus brazos. La madre de Amboani fue la primera; luego de varios minutos que parecieron interminables, el pequeño Lubeni.
Amboani quiso que su abuela fuera la siguiente, pero la anciana se negó: “Yo te sigo”, le dijo. Cuando la joven se arrojó y casi se hundió en el suelo fangoso, Tekele la abrazó y la llevó para ponerla a salvo en una rama del árbol. Comenzaba a volverse hacia la casa cuando una gran grieta negra apareció en la pared sobre la que estaba la abuela; en cuestión de segundos la casa se balanceó hacia delante y atrás y luego desapareció tragada por el derrumbe.
Tres horas después llegó la patrulla de rescate. Los llevaron a un centro de evacuados, en una escuela con el techo agujereado y sin agua ni comida. Pero ellos al menos estaban juntos, no como otras familias que buscaban a padres o hijos, niños que lloraban solos o ancianos abandonados a su suerte con la mirada ausente.
Una mujer muy vieja estaba en un colchón junto a Amboani. Su rostro parecía milenario, surcado de grietas, y las manos de pergamino. Durante la noche, la escuchó hablar sobre el “Padre del Agua”, el espíritu antiguo que vivía en el río. Las explosiones de sondeo petrolero, el desmonte salvaje de los cerros, la agricultura codiciosa y dañina lo habían despertado de su sueño ancestral.
Por la mañana, Amboani no encontró a la anciana a su lado. Preguntó por ella pero nadie supo decirle; nadie la había visto, ni siquiera Tekele.
Con el tiempo, se casaron y emigraron a España. Ya nunca volvieron a su pueblo natal; donde antes estuvo su casa, el río se adueñó de lo que siempre había sido suyo.

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