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sábado, 29 de octubre de 2011

ESTE ES EL RELATO FINALISTA EN EL CONCURSO MIS ESCRITOS

TRES OLLAS NUEVAS QUIERE EL SEÑOR

Cuando Guthlaf vio entrar a los soldados a su humilde herrería, elevó los ojos al cielo mientras pensaba: ¿Por qué hoy? y ¿Por qué a mí? Y es que las visitas de esta especie sólo podían significar que Guthlaf debería trabajar gratis (para el señor, para sus amigotes, para sus amantes o sus bastardos) o bien pagar una bonita suma para provecho del señor o de su soldadesca.
Si bien esa era la ley y la costumbre de este feudo (y de los otros pocos que Guthlaf conocía también) en cierta forma el herrero estaba cansado de trabajar tanto para disfrutarlo tan poco. Era un buen hombre, reconocido por sus vecinos como honrado y pacífico, que odiaba la violencia y solo muy raramente daba una paliza a su mujer, más que nada para que no le perdiera el respeto y porque no hacerlo hubiera estado mal visto por el resto del pueblo que por verdadera convicción. Sus hijos estaban siempre bien vestidos y poseían un jergón abrigado junto a la fragua, no andaban revolcándose en la acequia de la calle y disputando los mendrugos con los perros como ocurría en otras familias.
Entonces, porque Guthlaf era un hombre amable y de buen temple, le molestaba el abuso del señor al pedirle siempre favores que, desde ya, no se ofrecía jamás a pagar (y daba lo mismo, porque Guthlaf hubiera tenido que bajar la cabeza y decir: “No señor, soy vuestro humilde siervo, señor” pero al menos hubiera sentido que era él quien no pedía la paga, y no que era el otro quien se la retaceaba)
Una semana, los caballos del señor necesitaban herraduras. La siguiente, eran la guardia personal del señor que requería espadas nuevas. El hijo del señor iba a armarse caballero ¿Quién haría su armadura? Y si el señor practicaba ballesta, ¿Quién podría hacer flechas más certeras que el mismo Guthlaf?
- Buenas tardes, ¿en qué puedo serviros? – preguntó con la mejor cara que pudo componer ante tan desagradable visita.
- Herrero, la cocinera de vuestra señora os pide un nuevo juego de ollas. Las que tiene el castillo están muy abolladas y rotas por el paso del tiempo.
- Pero… el hierro para hacer las ollas es muy costoso, y no dispongo aquí de la cantidad suficiente. Me llevaría mucho tiempo fraguarlas, y tendría que dejar de hacer otros trabajos para dedicarme a ellas…
- Ese no es nuestro problema, herrero… - se rieron los hombres – ve tú como te las arreglas, pero en una semana pasaremos a buscarlas, y ¡ay de ti si no están listas!
Dicen que tienes una mujer muy hermosa, herrero, quizás podamos cobrarnos con ella si el trabajo no está bien hecho…

Guthlaf estuvo pensativo el resto del día. Quizás pudiera vender todo lo que tenía y conseguir el material para fabricar las ollas. Quizás pudiera huir del pueblo con su mujer e hijos, pero algo le decía que en otro lado no sería muy diferente la historia. Quedaba también la opción de refugiarse con los suyos en la iglesia, donde el derecho de asilo sería respetado incluso por el señor, ya que su poder era inferior al del Santo Patrón. Pero ¿cuánto podrían resistir a costa de la iglesia, hasta al fin tener que dejarla como ratas en una zanja inundada?
La semana transcurrió velozmente y los soldados volvieron a la humilde herrería. Guthlaf, con ojeras violetas y la piel del rostro quemada por el fuego de la fragua, les presentó su trabajo: tres ollas relucientes, pesadas, con una guarda de pequeños dibujos en la parte superior.
- ¿Has visto, herrero, que eras capaz de hacer el encargo a tiempo, y encima adornarlo a tu gusto? La próxima vez te daremos menos días, ya que eres un trabajador tan eficiente…

Pasaron tres días sin que se tuvieran noticias del castillo. Por fin un juglar, que llevaba su ropa extravagante y coloridos instrumentos de pueblo en pueblo, trajo la novedad de una historia que no era inventada aunque a cambio de ella aceptara un plato de comida o un vaso de vino: llegado al castillo para contar sus cuentos y hacer sus acrobacias, encontró a todos muertos, desde el perro hasta el último siervo, desde las doncellas hasta los hijos del señor, ni uno solo estaba vivo en la casa señorial.
Espantados (pero por otro lado no poco aliviados) clausuraron con vigas de madera las puertas del castillo, para que la peste que seguramente se había cobrado sus vidas no se extendiera por el pueblo.
Y como vivían en una comarca remota y bastante aislados de otros feudos, nadie notó el cambio que allí se había producido: eligieron al herrero Guthlaf como su jefe, y él fue un gobernante justo y honrado, que dejaba a la gente vivir a su arbitrio, solo interviniendo en casos de crímenes o para ayudar a los necesitados. Fueron felices por muchos años, y nunca supieron que en las ollas adornadas con los huesos del Señor La Muerte un polvo blanco, un veneno poderoso, había acabado de una vez por todas con el abusivo poder feudal.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

;))) Muy bueno!!!

Claudia Viviana Parreño dijo...

Gracias por tu comentario, me alegra que te haya gustado. Un abrazo, Claudia

Ruben dijo...

Me gustó elcuento, te felisito!

Claudia Viviana Parreño dijo...

Muchas gracias por el comentario y por haberte tomado la molestia de leerlo, me alegro que te gustara, cordiales saludos!
Claudia