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miércoles, 24 de agosto de 2011

Cuento: "Búmeran" publicado en 2011 en mi segundo libro

BUMERAN

Desperté al pie de la montaña. El sol apenas se adivinaba tras la muralla de piedras extendida ante mis ojos: un valle sereno, rocoso, rodeado por una infranqueable barrera marrón y arriba, solo, inalcanzable, un cielo celeste sin una nube que turbara su uniformidad.
Busqué una salida, un claro de luz entre las rocas y lo encontré después de un buen rato. Una cuevita, angosta como un desfiladero, nacía en un recodo, en un nicho pedregoso. La claridad avanzaba unos pasos para perderse en una de las numerosas vueltas de la caverna. Mis ojos se habituaron a la oscuridad con rapidez y avancé, con paso inseguro, hacia su interior. Las paredes eran irregulares, llenas de picos y salientes y estaban viscosas por la humedad. Del piso y del techo surgían estalactitas y estalagmitas, goteando silenciosamente. En un alejado rincón escuché el rumor de un manantial. Me acerqué: la caminata me había cansado y tenía la garganta sea y adolorida. Me senté ante el agua que corría y juntando mis manos como una copa, bebí con avidez. En su recorrido, el agua que chocaba con las rocas dejaba al descubierto una rica veta de oro. Las pepitas relucientes, que yo miraba fascinada, añadían un poco de luz al ambiente oscuro.
Cerca de mí distinguí un camino sinuoso que bajaba progresivamente y doblaba hacia la derecha. Me interné en él, ¿Qué tenía que perder? éste me condujo a un estrecho sendero que terminaba abruptamente en una pared. Desesperanzada, pensé en volver, pero descubrí otro camino en la roca, que seguí sin mucho ánimo, apoyándome temblorosa y cansada en las paredes. Un precipicio se extendió ante mí y solo una finísima cornisa como un puente, pude ver a mi alrededor. La seguí ¿Tenía otra salida? Aún hambrienta y aterida, continué aferrada a los escarpados ganchos que la caverna me tendía, sin mirar ni una vez abajo, temiendo por esa razón perder el pie en un paso mal calculado.
A mi alrededor, los murciélagos volaban a ciegas.
Llegué al fin, cuando ya desesperaba de mi suerte, a otra habitación de la cueva: los muros oscuros se cernían sobre mí como una amenaza, enojados por la profanación de su reposo de siglos y siglos. A pesar de mi temor estaba agotada y poco a poco me fui adormeciendo.
Tuve un sueño muy extraño: despertaba al pie de una montaña. El sol apenas se adivinaba tras la muralla de piedras extendida ante mis ojos: un valle sereno, rocoso, rodeado por una infranqueable barrera marrón y arriba, solo, inalcanzable, un cielo celeste sin una nube que turbara su uniformidad.

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